Es viernes, Le Mans se viste de gala. La semana ha sido intensa en el circuito de La Sarthe. Pero la actividad en el circuito descansa hoy porque no hay pilotos. Después de una semana de pruebas, y antes del día grande, queda la última juerga antes de la batalla. Como el viaje de fin de curso de los adolescentes que poco días después se enfrentan a Selectividad Ebau Evau.
Le Mans, el pueblo, se viste de gala. Saben que los focos se posarán fugazmente en sus calles porque, de nuevo, el circuito volverá a acaparar toda la atención desde la mañana del sábado.
Con su 101 aniversario, pareciera que las 24 Horas de Le Mans siempre hubieran estado ahí. Y quizás sea verdad. Quizás lo hayan estado. Antes incluso que la propia localidad que les da nombre.
Las 24 Horas son eternas. En todos los sentidos.
Un viernes de fiesta que anticipa más fiesta
Nos recibe Le Mans engalanada. Hemos cogido un vuelo a París y tras una eterna espera para recibir el coche de alquiler, llegamos a la ciudad francesa esquivando cortes de tráfico. En el corazón, en el casco histórico, las calles están a punto de recibir a todos y cada uno de los pilotos que formarán filas al día siguiente.
Coches, pilotos y conductores aficionados viven en las calles de la ciudad un auténtico fiestón donde se reparten regalos, se lanza confeti y se firman miles de autógrafos. Hoy los protagonistas son los aficionados como lo son los niños en la cabalgata de Reyes.
Las terrazas están llenas, el calor aprieta y los aficionados jalean a sus ídolos. Llevan esperando horas para una firma o una foto. Coger primera fila cuando se llega tan justo como nosotros, misión imposible. Lo mejor para ver el desfile en ese caso es agarrar un buen taburete y subirse a lo alto. Aquí los niños tienen mucho más de ocho o diez años.
Pero actúan igual. Al paso de los pilotos cae confeti y resuena una música atronadora con cada nuevo equipo. Las marcas aprovechan para hacer una demostración de fuerza. En la plaza a la que hemos conseguido llegar, con esfuerzo para abrirnos paso entre la muchedumbre, Lamborghini ha dispuesto desde Revueltos a Urus de todo tipo, colores, variantes y acabados.
La fiesta avanza entre nubes, claros y alguna que otra lluvia pero desanima a pocos de los que están allí. Terminado el espectáculo en las calles, la fiesta se traslada a los bares. En ninguno se entra, pedir una cerveza es harto complicado. Llegar hasta el baño, casi misión imposible.
El sol desaparece, la noche cae y no somos conscientes de hasta cuándo se aprovecharía la noche porque nosotros nos vamos a dormir.
El sábado toca uno de esos días que cuentan por dos.
La carrera que empieza mucho antes de la salida
Que la carrera empiece a las 16:00 horas no es impedimento para aterrizar pronto en el circuito. De hecho, si nunca has ido a Le Mans, lo recomiendo encarecidamente.
Nosotros somos unos privilegiados. Viajamos con Michelin, con quienes hemos podido conocer cómo trabajan en una carrera que, como más tarde comprobamos, fue un infierno de estrategias, gestión de la lluvia y neumáticos. Tenemos suerte porque con la invitación recibimos un pase para la pista, el paddock y las cabinas de Michelin en la recta principal.
Poco a poco la grada general, la pelouse, se va llenando hasta que no se ve una pizca de tierra. Desde las dos últimas variantes hasta bien entrada la primera curva, todo es una marea de cabezas interminable. Un mar que va cogiendo fuerza conforme pasan las horas y se acerca la salida.
Tenemos la suerte de pisar la pista antes de la salida. Todo es una fiesta. Bandas de música, samba, un comisario que alienta a la grada para dar palmas. El ambiente es una botella de champagne que parecen agitar, a una, las manos de todos los que estamos en el circuito. Con un movimiento rítmico, creciente.
Cuesta andar y moverse. Nos damos codazos para poder ver de cerca un coche. En la parte trasera, los LMGT3, una nueva categoría para los GT en el Mundial de Resistencia. Por delante, los LMP2, una categoría que se pierde para la próxima temporada y que daba gusto escuchar a pleno rendimiento. Y, en el extremo opuesto, junto a la línea de salida, los 23 Hypercar que atraen la mayor parte de las miradas.
Salimos de la pista y la toman los verdaderos protagonistas. Comienza el desfile, llega el trofeo y el champagne que empieza a coger fuerza en esa botella imaginaria. No es el himno de Francia lo que termina por enardecer al público. Es la introducción de Así habló Zaratustra, que suena acompasado con el banderazo de salida de Zinedine Zidane.
Son los primeros Hypercar, cruzando la línea de salida, lo que hace destapar la botella, soltar el corcho y que el éxtasis estalle en la grada.
A partir de aquí, quedan 24 horas para saber quién será el vencedor en estas 24 Horas de Le Mans.
Un sábado que no acaba nunca
La carrera comienza a las 16:00 horas. El sol, que había brillado toda la mañana, no tarda en ir dejando paso a las nubes. Pasada la primera hora de carrera tenemos una cita con el aire.
Sí, vamos a disfrutar de un paseo en helicóptero para ver la carrera desde el aire. Y es que, junto a la pista tenemos otra pista. Una que cobija a los aviones privados de quienes prefieren evitarse el paseo en coche, caravana o tren hasta el circuito. Para quienes, no nos engañemos, pueden evitar ir en coche, caravana o tren hasta el circuito.
Sus despegues y aterrizajes son continuos y, nosotros, no nos podemos quejar. En un descampado, una empresa dispone de 10 helicópteros con los que ofrece paseos de 10 minutos para ver la carrera desde el aire. El paseo cuesta 90 euros y las sensaciones son impresionantes.
Los primeros metros ascendiendo, con la pista quedando lejos de nuestros pies es difícil de describir. Todo el circuito parece estar rodeado de campings, de caravanas y casi toda la afición se concentra entre las curvas Porsche, las últimas chicane y la subida a Dunlop. Entre medias, la recta de meta.
Pero al fondo se va descubriendo el bosque, el campo de fútbol del Le Mans, equipo de la ciudad. Con el circuito semipermanente, el estadio cae dentro de las fronteras del circuito. Hay dos pistas de karting. Una de ellas, como el hipódromo, han sido tomados por las caravanas.
Mientras, seguimos por larga recta de Hunaudières. 6 kilómetros que desde hace años rompen dos chicanes para que la velocidad punta no se desmadre y así poner trabas a sustos como el que protagonizó uno de los Mercedes CLR en 1999, que había optado por reducir la carga aerodinámica al extremo para mejorar la velocidad punta, pese a sacrificar estabilidad en el tren delantero. El resultado: Peter Dumbreck dio cuatro vueltas de campana en el aire antes de aterrizar, después de que el Mercedes saliera volando en la recta.
Con todo, sorprende la velocidad a la que llegan los coches a Mulsanne, a final de recta. Allí, una curva de 90 grados aprovechando una rotonda da paso a otra larga recta. La bajada por Arnage y las curvas Porsche dejan paso a la recta de meta.
Mientras los Hypercar parecen coches de Scalextric, completamos la primera vuelta al circuito e iniciamos el descenso. Esta segunda vuelta será más corta pero todas las nubes que se han ido acumulando empiezan a descargar agua con fuerza por primera vez durante la tarde. Tras unos vaivenes que nos dejan con una risa nerviosa en la cabina, ponemos los pies en el suelo. Algunos miran al cielo para comprobar si llueve, otros estamos buscamos respuestas desde una perspectiva un poco más mística.
Durante nuestro vuelo, la carrera ha empezado a enloquecer. Las gotas de lluvia están complicando mucho las cosas en la pista pero no hay suficientemente agua como para saltar a los neumáticos de lluvia. El problema es que en Le Mans no se permite utilizar calentadores para las ruedas y con cada cambio de gomas los pilotos entran con los neumáticos fríos. Con la pista congelada, cuesta coger temperatura y son comunes las excursiones por las escapatorias en todas las categorías.
Seguimos la carrera durante más de una hora, relajados en el hospitality de Michelin. Quienes cuentan con una entrada general se agolpan en las pantallas gigantes. Tanto si ven o no ven la pista. Porque detrás del paddock está la zona conocida como Village. Aquí es donde se sitúan las tiendas y los bares. Aprovechando un hueco en la agenda, me acerco hasta allí para llevarme algo de recuerdo. Por la mañana no he podido, con las tiendas colapsadas de aficionados. Estoy seguro que, con la carrera empezada, me moveré sin problemas.
Pero es imposible. Le Mans es, la mayor parte de la carrera, un río de humanos que nunca descansa. Cualquier desplazamiento a pie duplica o triplica el tiempo esperado. En el village, la gente se agolpa en las terrazas y junto a las pantallas gigantes para seguir la carrera pero las tiendas siguen igual de colapsadas. La cola comienza fuera de las mismas y tratar de internarnos en las más solicitados, como Porsche o Ferrari, puede llevarnos 20 o 30 minutos.
Desisto nada más llegar. Es tarea imposible acercase a una sudadera, una maqueta o un simple llavero en buena parte de las tiendas. Para llegar a las que no hay esperas hay que cruzar una marea de gente que parece no descansar.
Por suerte, a la vuelta, puedo moverme por el paddock. Allí, además, tenemos una pequeña visita al garaje de Porsche, donde nos muestran el espacio donde tienen enormes piezas de carrocería delanteras y traseras por si algo fuera mal. Los frenos y una parte eléctrica del motor (el hypercar de Porsche es híbrido) está a la vista de los curiosos, que se agolpan en el cristal del box.
En el interior nos encontramos a los mecánicos repartidos por sus zonas de descanso, junto a los cubículos donde se encuentran las camas para los pilotos y los operarios. Todos siguen la carrera por las pantallas, algunos aprovechan para comer. Las bebidas energéticas forman parte indispensable de cualquier box al que lances una mirada furtiva.
En el interior, los mecánicos “en activo” aguardan las órdenes de los ingenieros, que armados de pantallas, ordenadores y una actividad frenética en sus cerebros pueden dar la orden en cualquier momento de cambiar los neumáticos o llenar el tanque de gasolina.
Al salir, nos saludamos con otros compañeros de la prensa. El paddock es un pasillo estrecho, donde prensa, fotógrafos y VIPS que han pagado miles de euros por una entrada se encuentran, se saludan y graban en su mente todo lo que registran sus ojos. Y, sobre todo, molestan. Aunque no queramos, el estrecho pasillo nos obliga a dejar caso continuamente a operarios subidos a una carretilla y mecánicos que corren con carros llenos de neumáticos.
Y, sin embargo, el frenesí continuo se transforma en tensa calma apenas cinco o seis metros hacia el interior de la grada. Tres niveles guardan los locales donde la prensa, los sponsors y los fabricantes dan cobijo a sus empleados y los invitados. Algunos aprovechan a descansar junto a las escaleras.
La tarde avanza y empieza a caer el sol. Poco a poco vamos perdiendo la claridad pero, con el cielo nublado y las lluvias intermitentes, no podemos ver el atardecer. Sin embargo, los coche ya han empezado a encender las luces y la noria se recorta al fondo. Cuando salimos de la grada, ya es de noche.
Toca la parte más larga de la carrera. La carrera tiene muchas menos horas de oscuridad que de luz pero, con la caída del sol, empieza a dejarse notar el cansancio. Se toman menos precauciones y el riesgo de cometer un error se multiplica. Son las 10 de la noche, quedan 18 horas de carrera. Y tengo la sensación que de ya hemos completado otras 18 horas.
Anda que no queda.
El circuito que nunca duerme
Daba por hecho que, conforme la noche avanzara, todo sería más sencillo en el circuito. Moverse sería más fácil. Segundo error de cálculo.
Son las doce de la noche y estoy parado en mitad de uno de los puentes más concurridos. Somos tanto los que nos desplazamos por las instalaciones que, una vez más, moverse supone una sangría incontrolada de minutos y minutos.
El ambiente es distendido lejos de la pista. Junto a ella, se acumulan los que aguantan de pie porque el suelo está completamente mojado. Los hay que fueron más previsores y están sentados en butacas plegables, con una buena visibilidad de lo que sucede en el asfalto y acceso a una pantalla gigante. Otros, los menos, se han entregado por completo y pegan alguna cabezada ligera en el suelo húmedo.
A sus espaldas, los aficionados siguen haciendo cola para subir a la noria, que se muestra majestuosa con su llamativa iluminación. A 12 euros por viajero, los empleados no dejan de extender tickets. Los pases se venden como churros. Como los churros que, aplastados por el azucar, se venden unos metros más allá en una caseta.
Las cervezas se siguen expidiendo y algunos valientes, los menos, entran en el pasaje del terror basado en el Thriller de Michael Jackson. Algunos ya empiezan a enfilar hacia el parking pero mucha, muchísima gente sigue entrando al circuito después de una parada temporal. No faltan los niños y alguno se mueve por el circuito con el carro del niño.
Escucho una voz en español a mis espaldas. Apenas he encontrado a españoles hasta ahora. Ingleses y alemanes se hacen fuertes como los extranjeros más populares. “Pensábamos que por la noche, con lo pronto que se acuestan estos, sólo quedaríamos españoles”, me dice uno de ellos mientras, sí, de nuevo estamos parados en un puente colapsado por los espectadores.
Da la casualidad de que acabamos seis españoles mirando uno de los mapas del circuito y tratando de entender qué bus tomar para desplazarnos más rápido. A mi izquierda, una pareja me cuenta que viven en Nantes. “Teníamos muchas ganas de venir, sobre todo él”, me dice señalando al novio al que le brillan los ojos a su lado. “Se lo regalé por el cumpleaños y aquí estamos, por primera vez”.
A mi derecha, un grupo de otros tres chicos jóvenes también están decidiendo como ir hasta la variante de Arnage. También es su primera vez en Le Mans pero llevan desde el martes y se conocen al dedillo los autobuses y los atajos. “El autobús estará petado pero es imposible ir andando”, me explican. Juntos, tomamos rumbo a la curva.
“Los coches se ven muy cerca. Vamos a ir y luego a la tienda de campaña a dormir un rato, no sé cuánto tiempo estaremos allí”, me advierten. Hemos venido a jugar y me sumo a la cuadrilla. “La salida del bus se encuentra muy fácil… porque está petado“, nos advierte la pareja que tira en la dirección contraria. Efectivamente, es la una y media de la mañana y no cogeremos el bus hasta 45 minutos más tarde.
Nos bajamos en el destino y entramos de nuevo a las instalaciones del circuito. El público se agolpa en las dos esquinas de la variante. El sitio es bueno porque los coches pasan muy cerca y lo hacen despacio, tomando con precaución los vértices. El ruido impresiona y las luces blancas nos avisan a lo lejos de que un nuevo coche se acerca.
Pero donde también impresiona el ruido es en el camping. Junto a las curvas, un grupo de superdeportivos descansan mientras los dueños se han hecho con una caravana, han llenado la parte exterior de luces y beben y bailan con el equipo de música a pleno rendimiento.
Es una de las experiencias más llamativas de Le Mans. Juntos, en un mismo camping podemos encontrar un Ferrari 488 GTB, un Lamborghini Diablo, un Porsche 911 GT3 RS y un Renault Avantime. Sin duda, creo que el Renault es el ejemplar más raro que he visto en el circuito.
“Y esto no es nada. Ayer estuvimos en Mulsanne y un grupo de ingleses tenían montado un espacio gigante con tiendas de campaña y una caravana. Se habían montado hasta una especie de salón con sofás y una tele de 50 pulgadas. ¡Y no veían ni la pista! Vienen hasta Le Mans pero siguen la carrera por la tele”, explica uno de los chicos con los ojos como platos.
“Nosotros no nos lo hemos montado mal, pero venimos con dos duros. Alquilamos un Airbnb a una media hora del circuito y hemos pagado el camping. Así todos estos días hemos tenido el coche como centro de operaciones y hoy nos quedamos aquí a dormir. Pero es impresionante, ayer vi un Porsche 911 que llevaba una tienda de campaña en el techo”. Y la llevaba, doy fe porque estaba viendo el vídeo con mis propios ojos.
Con todo, nuestro paseo por Arnage no duró mucho. A las 3:30 de la mañana llegó la temida lluvia y desaparecimos por completo. “Tenemos que coger el bus y luego tenemos 30 o 40 minutos andando hasta la tienda de campaña. Cuando quisimos coger el camping ya solo quedaban los lugares más alejados”, me explican. Corro con mis compañeros a por el autobús y un rato después, ya calado y con la carrera neutralizada por el Safety Car llego al hospitality de Michelin.
Es el mejor momento para echar una cabezada rápida. Entre unas cosas y otras, entre despojarme de la ropa, cambiarme y hacerme con un hueco donde acomodarme, son las cinco de la mañana. La lluvia arrecia y todo indica que esto no va a parar pronto. Es momento de descansar un poco.
El último tramo
Hasta que la lluvia se intensificó, la carrera había sido una pequeña locura agitada por pequeñas tormentas y chubascos. Alpine se había quedado por el camino por problemas de fiabilidad, Peugeot no conseguía rodar rápido su coche, Lamborghini se iba retrasando y Porsche y Ferrari habían estado discutiéndose las primeras plazas.
Entre todo el tráfico, Toyota, que estaba fuera de todos los focos, había ido ganando posiciones poco a poco. Sin hacer ruido pero con mucha constancia y consistencia. La carrera se había parado y quedaba por ver cuándo la lluvia desaparecería y volverían las hostilidades.
Tuvimos que esperar a que saliera el sol. Con los primeros rayos y ya con claridad a las siete de la mañana aprovechamos para desayunar ligero y esperar a que el Safety Car nos dejara. No sucedió hasta las ocho de la mañana, cuando nos descubrimos que Ferrari, a la que solo había conseguido parar el coche de seguridad, lideraba con Toyota y Cadillac amenazando la victoria.
La mañana volvió sin sobresaltos, con todos los pilotos guardando la ropa ante una pista congelada, rodando como podían sin tomar demasiados riesgos. La televisión del circuito enfocaba al primer valiente en subirse a la noria.
Poco a poco, las horas fueron pasando con el cielo encapotado. De vez en cuando el sol hacía acto de presencia pero sus destellos eran breves. En una visita rápida a Mulsanne comprobamos la densidad del bosque que rodea al circuito y lo complicado de moverse por el interior cuando decenas y decenas de miles de personas se han dado cita en un mismo lugar.
Desde Dunlop vimos que el Cadillac empezaba a quedarse atrás y el sueño de Alex Palou se iba desvaneciendo. Quedaba un mano a mano de los dos Toyota contra uno de los Ferrari. El coche nipón liderado por Sebastian Buemi parecía amenazar con más intensidad. Su compañero, con Kamui Kobayashi a los mandos, parecía hacer la goma entre el tráfico, pasando de séptima a segunda posición con una facilidad pasmosa.
Imperturbable se mostró el Ferrari de Miguel Molina. Con el español, el rendimiento había sido muy bueno pero las últimas horas mantenían todo igual. Hasta que el segundo de los Ferrari tocaba al Toyota más adelantado. Sebastian Buemi contemplaba con horror cómo su compañero era empujado hasta la grava. Se desvanecían sus opciones a menos de tres horas de terminar la carrera.
Pero los italianos tuvieron que vérselas con Toyota de nuevo. Los nipones amenazaban con asaltar la primera posición y todo parecía que se decidiría con un chubasco a destiempo o un mal cálculo en el combustible utilizado. Quien se dejara menos tiempo en boxes se llevaría la carrera.
Presionando con todo lo que podía, Pechito López cometió dos errores. Dos trompos que terminaron por poner la última piedra en el trono de Ferrari. Con la gasolina justa pero con Toyota a una distancia insalvable a menos de sufrir un contratiempo, los italianos se dedicaron a rematar la faena. Antonio Fuoco, con un último relevo sobresaliente, Niklas Nielsen y Miguel Molina (tercer español en conseguirlo) se hacían con la victoria más ansiada en el Mundial de Resistencia.
Llegaba la hora de irse y poner rumbo al aeropuerto. Con todo el pesar, decíamos adiós al circuito de La Sarthe, Le Mans y sus 24 Horas. Una experiencia que hay que tratar de vivir una vez en la vida. Sobre todo porque, estoy seguro, que la primera es la más especial de todas.
Fotos | Xataka
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