repartir comida en los pisos superiores

Sin duda, China es un líder de las megaconstrucciones, especialmente cuando se trata de rascacielos. Sin embargo, aunque imponentes, sus gigantes de acero no están exentos de problemas. Tal es el caso del SEG Plaza, una enorme torre de 292 metros de alto y 70 pisos ubicado en la ciudad de Shenzhen. Allí, la espera de hasta media hora por un elevador se ha convertido en un verdadero dolor de muelas para los repartidores.
No obstante, este problema ha dado origen a un oficio improvisado que en los últimos años ha atraído a adolescentes, jubilados y trabajadores informales que buscan una fuente de ingresos o bien un dinero extra. Estas personas se han convertido en «corredores de última milla« que reciben la comida en la entrada del edificio y suben piso por piso para entregarla al cliente a cambio de unos pocos yuanes.
Un alivio para los repartidores
Se sabe que para quienes se dedican a repartir comida a domicilio el tiempo es oro: demorarse no solo acarrea problemas con los clientes y las empresas, sino también significa perder otros pedidos. Por ello, esperar el ascensor en horas pico implica perder valiosos minutos que se traducen en ingresos.
Allí es donde entran los corredores de última milla, pues ellos se encargan de realizar el tortuoso trayecto final. La dinámica en realidad es bastante sencilla: los intermediarios aceptan el paquete en la puerta del edificio, escanean un código QR y suben los pisos que haga falta para llevar el pedido hasta las manos del cliente.
El trabajo ha atraído a adolescentes como Li Lingxing, de 16 años, quien compite con otros «stand-ins» a cambio del equivalente a unos seis pesos mexicanos. Lingxing trabaja jornadas completas para ganar un total de 257 pesos (100 yuanes). Esta práctica incluso se ha organizado y han surgido figuras como la de Shao Ziyou, quien posee una red de corredores que mueven entre 600 y 700 pedidos al día. Al ser conocido por los repartidores, Shao se ha hecho con una reputación, lo que se traduce en mejores ingresos.
Entre precariedad, competencia y un vacío legal
La falta de regulación ha permitido que cualquiera participe: estudiantes en vacaciones, jubilados que buscan complementar ingresos y, en su momento, incluso niños atraídos por la moda viral en redes sociales. Tras las críticas por la presencia de menores, las autoridades intervinieron y prohibieron el oficio a quienes no tuvieran al menos 16 años. Pero más allá de esa restricción puntual, los riesgos persisten: no hay contratos, seguros ni derechos laborales de ningún tipo.
La competencia también ha intensificado la precariedad. Hay disputas por entregas fallidas, regateos de tarifas y estrategias para ahorrar tiempo, como acaparar varias bolsas antes de subir. Los repartidores dependen de los corredores porque enfrentan multas si tardan demasiado, y esa presión se desplaza directamente hacia los intermediarios.
Al final, esta «gig economy dentro de la gig economy« refleja a Shenzhen en miniatura: un laboratorio de soluciones improvisadas, creativas y al mismo tiempo frágiles. En las escenas diarias (jóvenes con seis bolsas por mano, jubiladas que ven esto como una forma de seguir activas, adolescentes que buscan dinero rápido) aparece una ciudad que convierte cualquier obstáculo en una oportunidad, aunque sea a costa de quienes la sostienen.
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