El capitalismo ya está programado para continuar cuando la humanidad desaparezca

Los aparatos están por todos lados, parece que hasta en los sentimientos. Su omnipresencia se ha normalizado, así como su dependencia. ¿Quién es responsable de sus efectos? ¿El objeto robótico? ¿O los dueños de las monumentales empresas tecnológicas que impulsan el consumo masivo y desenfrenado para incrementar sus ganancias, sin hacerse cargo de las catastróficas consecuencias que ocasionan al medio ambiente y a la salud de la humanidad?
A partir de 2020, con la pandemia de covid-19, los hábitos sociales se modificaron definitivamente: comprar sin salir y hablar sin verse, al menos en las ciudades. El aislamiento y el temor a morir acumularon emociones y también cosas en cajas de cartón: tapabocas, antibacteriales, guantes, comida enlatada. Para el escritor Michel Nieva, 37 años, fue un momento revelador. Desde Nueva York se dio cuenta de que todo había parado menos la bolsa de valores. En Times Square, la compra y venta rápida de acciones estaban automatizadas por medio del trading algorítmico, sin intervención humana. Fue entonces cuando reparó en que el capitalismo había llegado tan lejos que no necesitaba a la humanidad para seguir funcionando.
“Esa es un poco la premisa del libro Ciencia ficción capitalista (Anagrama, 2024), que parte de mi perspectiva como lector de este género. Empezar a detectar que muchas narrativas del Silicon Valley y los nombres de los productos hacían completa alusión a películas y libros de ciencia ficción, y cómo el género literario, en su faceta más canónica, se había vuelto un motor mitológico del capitalismo”, cuenta Nieva en una entrevista realizada durante la décima edición del Hay Festival Querétaro, a principios de septiembre.
El nombre del ensayo –explica– hace eco del título de un libro de Mark Fisher, que se llama Realismo capitalista, en el que el filósofo británico trata de diagnosticar síntomas de la época de fines del siglo XX y comienzo del XXI, cuando se pensaba que no había alternativa a las políticas neoliberales. “Fisher retoma una frase que se le atribuye a Fredric Jameson: ‘Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo’. Entonces, yo traté de plantear otro momento: ‘El capitalismo ya está programado para continuar cuando el mundo sea prescindible a sus propios intereses o cuando la humanidad desaparezca’. Algo que quedó evidenciado en la pandemia”.
De forma irónica, Nieva se pregunta cómo los multimillonarios nos salvarán del fin del mundo con su tecnología de punta. Parten de esa lógica mesiánica de redentores, que los volvió tan atractivos y cautivantes, y que invoca una figura muy occidental que es la del patriarca, proveniente de los relatos bíblicos.
“Parece que hoy no hay otros futuros posibles y que nuestra vida depende de espacios equivalentes al feudo en la edad media, que son las redes sociales. Hace unas semanas, estos multimillonarios se sientan con Trump y en su discurso lo que hacen pensar es que el futuro ya no es lo que propone la ciencia ficción, sino lo que está ocurriendo en el Silicon Valley. Pero yo creo que la ciencia ficción situada en otras geografías intenta interferir o hackear ese futuro, pensando en otros horizontes”, defiende.
Así fue como Nieva comenzó con la ciencia ficción, planteándose que era posible escribir este tipo de historias desde su propio contexto, fuera de Estados Unidos. “Todos tenemos una experiencia tecnológica, que parte de otros archivos culturales. A mí me interesó construir esa experiencia de la tecnología de Sudamérica que está más conectada a la violencia política, al saqueo de recursos naturales o a la colonización”.
Su escritura es una amalgama que sabe a metal ácido y plantea escenarios repulsivos, discordantes, que pueden encontrarse de alguna forma en la realidad. Este año se reeditaron dos de sus primeros proyectos editoriales en Ficciones gauchopunks (Caja Negra), lo que significa un rescate para quien todavía se cuestiona la relación entre el humano y la tecnología, o pone en duda su infalibilidad.
La historia del “gaucho robot” es, al final o al principio, el estrépito en un suelo que se muestra aparentemente sin mugre, pero que por dentro ya se resquebrajó. “Despojado de su maquillaje, la única persona, el narrador, comprendió que Chuma [un androide o gauchoide] era un simulacro grotesco, un muñeco sin alma animado, apenas, por electricidad”. La pregunta phildickiana permanece: ¿Puede soñar un cerebro de plástico?
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