La confusión entre ‘gotas’ y ‘aerosoles’ que costó tiempo (y vidas) durante la pandemia de covid

Una mañana temprano, Linsey Marr se acercó de puntillas a la mesa del comedor, se puso unos audífonos y abrió Zoom. En la pantalla de su computadora empezaron a aparecer docenas de rostros familiares. También vio a algunas personas que no conocía, como Maria Van Kerkhove, responsable técnica de la Organización Mundial de la Salud para COVID-19, y otros asesores expertos de la OMS. Era poco más de la una de la tarde, hora de Ginebra, del 3 de abril de 2020, pero en Blacksburg, Virginia (donde Marr vive con su marido y sus dos hijos) apenas amanecía.
Marr es científica de aerosoles en Virginia Tech y una de las pocas personas en el mundo que también estudia enfermedades infecciosas. Para ella, el nuevo coronavirus parecía capaz de quedarse en el aire, infectando a cualquiera que respirara suficiente cantidad. Para las personas en espacios cerrados, eso representaba un riesgo considerable. Pero la OMS no parecía haberse dado cuenta. Apenas unos días antes, la organización había tuiteado: «HECHO: #COVID19 NO se transmite por el aire». Por eso Marr se estaba saltando su entrenamiento matutino habitual para unirse a otros 35 científicos de aerosoles. Intentaban advertir a la OMS sobre el hecho de que estaba cometiendo un grave error.
Expusieron el caso por Zoom. Revisaron una lista creciente de eventos de superpropagación en restaurantes, centros de llamadas, cruceros y un ensayo de coro, instancias en las que las personas enfermaron incluso cuando estaban al otro lado de la habitación de una persona contagiosa. Los incidentes contradecían las principales pautas de seguridad de la OMS de mantener de 0.9 a 1.8 metros de distancia entre las personas y el lavado frecuente de manos. Si el SARS-CoV-2 viajó solo en gotas grandes que cayeron inmediatamente al suelo, como decía la OMS, ¿no habrían prevenido tales brotes el distanciamiento y el lavado de manos? El aire infeccioso era el culpable más probable, argumentaron. Pero los expertos de la OMS parecieron no inmutarse. Si iban a decir que el covid se transmitía por el aire, querían evidencia más directa: pruebas, que podrían tardar meses en recopilarse, de que el virus abundaba en el aire. Mientras tanto, miles de personas enfermaban cada día.
En la videollamada, las tensiones aumentaron. En un momento dado, Lidia Morawska, una prestigiosa física atmosférica que había organizado la reunión, trató de explicar la distancia que podían recorrer partículas infecciosas de distintos tamaños. Uno de los expertos de la OMS la interrumpió bruscamente diciéndole que estaba equivocada, recuerda Marr. Su descortesía la escandalizó. «Con Lidia no se discute de física», comenta.
Morawska había pasado más de dos décadas asesorando a otra rama de la OMS sobre los impactos de la contaminación atmosférica. En cuanto a las partículas de hollín y ceniza emitidas por chimeneas y tubos de escape, la organización aceptó de inmediato la física que ella describía: que partículas de muchos tamaños pueden flotar en el aire, viajar largas distancias y ser inhaladas. Ahora, sin embargo, los asesores de la OMS parecían decir que esas mismas leyes no se aplicaban a las partículas respiratorias contaminadas con virus. Para ellos, el término “aéreo” (o “transportado por el aire”) solo se aplicaba a partículas menores de 5 micras. Atrapados en la jerga específica de su grupo, ambos bandos en Zoom no se entendían.
Al terminar la llamada, Marr se recostó pesadamente en su asiento, sintiendo una vieja frustración aferrarse a su cuerpo. Tenía muchas ganas de salir a correr, de golpear el pavimento con cada paso. “Parecía que ya habían tomado una decisión y que solo nos estaban entreteniendo”, recuerda. Marr estaba acostumbrada a que los miembros de la comunidad médica la ignoraran. A menudo considerada una intrusa epistémica, estaba acostumbrada a perseverar ante el escepticismo y el rechazo absoluto. Sin embargo, esta vez había mucho más en juego que su ego. El comienzo de una pandemia mundial era un momento terrible para enfrascarse en una discusión sobre palabras. Pero ella intuía que el enfrentamiento verbal era síntoma de un problema mayor: que la política de salud pública se basaba en conocimientos científicos obsoletos. Tenía que hacerles entrar en razón. Pero primero tenía que desentrañar el misterio de por qué la comunicación del grupo de científicos fallaba tan estrepitosamente.
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